miércoles, 13 de mayo de 2015

Amazonas y la belleza de lo simple

Casas en los árboles, animales salvajes, tradiciones milenarias y noches estrelladas caracterizan a esta región colombiana.

Vista desde la plataforma de canopy de la ceiba amazónica, a 35 metros sobre la reserva Marashá, Perú.
Empacar un par de botas es sólo lo primero en una larga lista de cosas que olvidé durante el viaje a la Amazonía colombiana. La vida de ciudad, con sus edificios, los trancones y el estrés también se quedaron por fuera de la maleta junto a las demás preocupaciones. A cambio de ello, la selva enseña a vencer miedos innecesarios, la práctica de nuevos deportes y el significado de la palabra “relajarse”, pero, sobre todas las cosas, a apreciar profundamente la basta riqueza natural que sólo puede ser hallada en ese lugar del país que muy poco volteamos a mirar.

Pero antes de eso hay que llegar a Leticia. Si bien la región amazónica comprende el 41 % del territorio colombiano, la única manera de entrar a la capital del departamento es por aire desde Bogotá, servicio que sólo ofrecen tres aerolíneas, entre ellas LAN con una frecuencia diaria. Lo vale. Desde las alturas, la selva es un techo verde perfecto, formado por el dosel de miles de árboles y al lado está el río Amazonas, infinito, una panorámica que poco o nada tiene que envidiarle a esas que se ven en los destinos más populares del mundo y que funciona como un perfecto abrebocas de lo que está por venir. En tierra el calor es fuerte, cosa que los leticianos contrarrestan con jugos de carambolo y copoazú, dulzones, característicos de la región y perfectos para esperar la orquesta de loros que llega todas las tardes al parque Santander, el corazón de la ciudad.

Resuelto eso, solo queda esperar al guía. Gabriel Teteye, de la comunidad Bora, es uno de esos hombres que solo la Amazonía puede dar, de baja estatura, curtidos por la selva, sabios y dispuestos a enseñar lo básico para disfrutar de la jornada: “no juzgue, todo lo que nos pase allá es natural. Si va dispuesto a sentir el ambiente y a comprometerse con no hacerle daño no le va a pasar nada y los animales se le van a acercar en tono amistoso”, dice mientras llegamos a la Isla de los micos, a 30 minutos en lancha de la capital amazónica. Allí sus palabras se comprueban. A diario los monos saltan por decenas de la cabeza de un viajero nervioso al hombro del otro, que ya se acostumbró al jugueteo y la curiosidad de los pequeños animales, que se dejan fotografiar a cambio de un trozo de banano.

Media hora más por el río y está Perú, y allí, en medio de un lago, la Reserva Natural Marashá, donde el aislamiento es ley: no hay señal de celular y la corriente eléctrica solo funciona de 6 de la tarde a 9 de la noche, obligando a que el ojo se olvide de lo que ve a diario para concentrarse en el paraíso que tiene alrededor. Y aunque la paz es el pilar principal del eco hotel, la aventura no se deja de lado. A menos de un un kilómetro en Kayak se puede escalar una ceiba de 500 años para lanzarse en canopy a 35 metros de altura sobre las aguas, hogar de los pirarucú –el segundo pez de agua dulce más grande del mundo– y algunos caimanes, hasta un capinurí de 21 metros, para finalizar haciendo rapel. Una correría que continúa en la noche, cuando es posible salir a remar en canoa para disfrutar la luz de las estrellas y el espectáculo de las luciérnagas mientras se avistan aves, monos, reptiles y anfibios nocturnos.

La siguiente jornada, marcada por la interacción con guacamayas, la pesca de pirañas en la reserva Flor de loto y un trayecto de 40 minutos a fuerza de remo por el Amazonas, solo se vio opacada por las reservas Omagua y Tanimboca. En ambas, la experiencia de compartir con la naturaleza pasa a otro nivel gracias a la estadía en casas a cinco metros sobre los árboles en la primera y a doce en la segunda, a lo que se le suman puentes colgantes a más de 30 metros de altura, serpentarios con todas las especies de la región y caminatas nocturnas en medio de troncos, barro, plantas y animales, pensada para regresar a la cabaña y arrullarse con los sonidos de la selva.

El viaje termina con una rápida visita a Tabatinga, donde entre otras cosas están la ‘Casa do Chocolate’, el parque zoobotánico del ejército brasilero –que se dedica a rescatar, rehabilitar y liberar animales salvajes– así como el puerto de La Fera y Comara, que en medio de mercados, bares, canoas de madera y redes de pesca ofrecen dos de las mejores vistas que se puede tener de la imponencia del río. Así la Amazonía logra lo que pocos lugares: dejar una marca indeleble sin la ayuda de grandes resorts, restaurantes exclusivos o playas cristalinas; naturaleza y tradición son más que suficientes.

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